Un viaje de norte a sur a la mesa
Si de restaurantes hablamos, hay una parada icónica que no debemos obviar. Porque cuando de comida chilena se trata, El Hoyo es el lugar ideal para sentarnos a disfrutar de una rica comida en un ambiente propio del roto chileno.
Y es que una de sus ventajas es su ubicación. A solo cuatro cuadras del metro Estación Central, cercano al terminal de buses y vecino del famoso Barrio Meiggs. Ahí, en medio del caos comercial, este local nos extiende la invitación a conectarnos con nuestras raíces. Sus dependencias, típicas de la época colonial, nos guía hacia un recorrido por la historia.
Una perfecta conservación del lugar genera un ambiente acogedor y distendido. Acá no se viene solo a comer. Las conversaciones y las risas se escuchan por doquier. Este es un punto de encuentro. Las brechas generacionales desaparecen. No importa si vienes desde Las Condes o San Bernardo. No importa si vienes solo o acompañado. A la hora que llegues. Acá siempre habrá un oído amigo para escucharte y un buen conversador que haga más ameno tu paso por este espacio.
Hace poco más de 100 años atrás, cuando las puertas de este restaurant se abrieron por primera vez, la chicha y el charqui eran sus productos estrella. Hoy, lo primero que veo al cruzar la puerta, es un vaso de esta bebida en gran parte de las mesas. Parece suculento. Pero lo mejor, es su precio. Por 1.200 pesos, una cañita de chicha se posa en mi barril. Si, barril. Porque dentro de este ambiente de taberna, además de meses podemos encontrar barriles cumpliendo la misma función. Tal y como se veía en el año 1912.
Mientras disfruto del dulzor propio de este trago tan distintivo, pido la carta. Me sorprende, además de la variedad, lo económica que es la comida. Hubiese imaginado que un local tan bien ubicado, que tiene sus mesas copadas a la hora que uno vaya, podría haber cobrado bastante más. Me seduce una cazuela de vacuno que le sirven al señor de la mesa que está a mi costado. Ordeno lo mismo.
Para hacer menos dolorosa la espera, que debo reconocer fue muy corta, le pido al camarero que me traiga un consomé. Pleno invierno y mi estómago agradece un poquito de calor. El entusiasmo y la buena disposición de la persona que recibe mi orden genera en mi una sensación de comodidad que se agradece. A modo personal, creo que no hay nada mejor que ser atendido por alguien que siempre ofrece una sonrisa. La calidad humana del lugar hace que la estadía sea, de por si, una experiencia.
El consomé, maravilloso. Me teletransporta al puerto de Valparaíso. Me siento como si estuviese observando el mar en un día de lluvia a través de la ventana de uno de mis restaurantes favoritos de la Quinta Región.
Cuando estoy pronta a terminar, veo que mi plato viene en camino. Le agradezco al mesero y no me hago esperar más. Pruebo el caldo, bien chupeteado, aquí el protocolo está de más. Siento el toque del cilantro que tanto me gusta. Ahora estoy en el campo. Estoy en los almuerzos familiares que prepara mi abuelita. Veo a todas las generaciones sentadas en una mesa interminable. Riendo y compartiendo anécdotas. Qué sensación tan acogedora. La carne se parte sola. Todo en su justo punto. Se agradece lo abundante de la comida. Ideal para quien trabaja desde que sale hasta que se esconde el Sol. Reparador.
Termino de comer. Definitivamente, lo mejor de este lugar es que solo a través de la comida puedes recorrer de norte a sur nuestro país, sin salir de la capital. Está aquí, en el centro de nuestro tan agitado Santiago. Me voy feliz. Sentí como el tiempo se detuvo y disfruté de cada cucharada que llegó a mi boca. Una pausa para el estrés capitalino.



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