Lugares de infancia: ¿Biblioteca de Santiago?



     La micro verde I10, que me lleva hasta el sitio, pasa a unas dos calles de mi casa. Nunca la tomo de ida, siempre de vuelta. La Biblioteca de Santiago se inauguró en 2005, cuando tenía 12 años. Para entonces, medía los libros por la cantidad de páginas que tenían y nos mandaban a leer lo que el Ministerio de Educación sugería. Más que estimular una habilidad, creo que les importaba que conociéramos un canon de obras, para ellos (y quizás lo es) imprescindible.

El Transantiago empezaba, y antes nos entregaron una Tarjeta Nacional Estudiantil de cartón flexible. Un pedazo de celulosa plastificada que debíamos cuidar como el tesoro de Smeagol, porque nos dejaba pasar gratis en la micro y, como beneficio naciente, pedir libros en la nueva biblioteca.

En mi colegio municipal con nombre de metralleta rusa, “El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” (como descubrí después que se llamaba) era como ver una película japonesa sin subtítulos. Puede que hablara de un tema muy cercano a nosotros como los sueños y la locura, pero sus palabras eran enredadas y poco cercanas a nuestra realidad de chuchadas e inventos sociolingüísticos. Con el tiempo, concluí que necesitábamos algunas obras sencillas como puerta de entrada a lecturas más duras, así como dicen con las drogas.

Debo reconocer: aún no amaba la lectura. Escuchaba a los profes y retenía. La gente aprende de maneras diversas. Internet y su rincón del vago nos tentaban a sortear un sistema de evaluación que buscaba más sacar a flote nuestro ingenio para sobrevivir que el aprendizaje como tal. Buscando resúmenes sacábamos buenas notas, sin pasar por el tedio, descifrando símbolos y perder tiempo de televisión o canciones que nos hacían sentir más acompañados. Compañía, amistad… ¿Estará en algún programa del Ministerio de educación? ¿Se puede aprender a ser buen amigo en alguna unidad formal?

Todavía me cuesta enfocar. Una vez vi en las noticias un estudio medio raro, en Canal 13. Rezaba que la gente con más libros en su casa alcanzaba un sueldo más alto. Y empecé a coleccionar libros que recién, ahora, con 24 años, estoy leyendo. Los compraba porque sí, por un siútico afán de “estatus intelectual”.  

Inevitablemente, descifrar estos signos estimula otras habilidades cerebrales. Las crisis creativas del arte que se postulan hoy, puede que se deban a una falta de amor por la lectura. Falta el arcoíris de Bob Esponja: un poquito más de I-ma-gi-na-ción. Y me hago parte. A veces, en lugar de leer libros, prefiero el Play Station, un buen disco, una película que me deje con cara de pensador.

Eso pienso, mientras bajo de la micro y a la vez del viaje a los recuerdos que tengo, después de 12 años, al llegar a este templo del saber. Hoy cuenta con pisos temáticos por edad, talleres y exposiciones que aún buscan acercarnos a la lectura y, más que nada, a la imaginación.

No me arrepiento de volver a este lugar de infnacia, donde planeo volver a adquirir el sano hábito.

Al menos hoy la tarjeta es de plástico, como de crédito.



Por Felipe Pastén Fernández


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